Martes, 28 de diciembre de 2010

Me alegra mucho haber sido el único y el primero en dejar escrita en Internet la palabra engualera. Mejor dicho, el palabro; porque la RAE no reconoce esta voz en su Diccionario. ¡Lástima! Se trata de una forma léxica realmente bella y muy eufónica, que podría dar buen juego en el español oficial. Así y todo, os confieso, que me satisface sobremanera haberla dejado impresa en el universo del Ciberespacio per secula seculorum. (Si se la solicita al buscador de Google o al de Yahoo, aparece únicamente mi post Mondongo, en cuyo contexto se menciona).

No tengo datos para concretar si es una voz exclusiva del habla local del pueblo que me vio nacer. Pero es en Almeida de Sayago donde se utiliza para designar el fuego que enciende y mantiene la chiquillería durante todo el día de matanza, en la calle del domicilio en que ésta se está celebrando, para calentarse y asar o freír algunas carnes del cebón recién sacrificado. Con autorización paterna, naturalmente, que es lo que le da un especial carácter y significado. Y, probablemente por esto, no sería descabellado considerarla como un rito inicíatico que marcaba en nuestra biografía el tránsito del limbo infantil a la preadolescencia. Yo bien lo creo. Díganlo, si no, mis queridos paisanos, pues me parece que su experiencia sobre el particular será idéntica o pareja a la mía.

Hasta aquella nuestra mítica primera engualera, junto a la que nos sentíamos ya grandes por el solo hecho de poder atizar la fogata, habíamos tenido que escuchar sin remisión la eterna monserga de “no andes con la lumbre, niño, que te vas a mear en la cama”. Y por fin, liberados de tan cargante prohibición, meneos van y vienen al rescoldo, sopla que te sopla con el fuelle, echa un piorno, arrima un tronco… Y, sobre todo, la hombrada de recriminar a algún advenedizo:

–¡Chaval, ahueca! Que esta lumbre es renta, y el que no traiga leña no se calienta.

Allí, junto a los hermanos mayores, primos o amigos estrenábamos el primer ramalazo de autoafirmación de nuestra hombría. Machos, ya para siempre. Continuación del ritual iniciado al romper el día, cuando nos invitaban a agarrar el rabo del cochino, para colaborar a mantenerlo quieto, mientras el matarife daba cuenta de él. En mi caso, nunca se me olvidará. La película de los hechos se rodaba en la calle Mediodía. Ente la casa de mi abuela Cándida, la trasera de “la Guinda” y un almacén que era de Elena y Bernardo (reminiscencia del antiguo taller de carros del tío Feliciano y Ángel Puente) se formaba una plazuelita y en ella discurría el primer acto de nuestro mondongo: muerte y sangría, chamusquina, lavado y raspado del cuero, apertura peritoneal, vaciado y extracción de vísceras y corte en canal.

­–Si no llegas a ayudar tú, no nos hubiéramos hecho con él ­–me decía mi padrino, Domingo Colino, que todos los años venía a ayudarnos.

Acudía también “Rojo Chichero”, jifero profesional, que era ahijado de mi abuela y que, algún tiempo atrás, había querido aprender el oficio de zapatero, tutelado por mi padre. A mediodía, me llevaba con él a la peña la Garza, a buscar una buena paja para la zambomba, me hinchaba la vejiga y me enseñaba picardías… Buen mozo y mejor persona. Le decíamos Rojo por el color de su pelo y Chichero porque sus padres tenían una carnicería. ¡El muy recordado y querido Enrique Martín!

Hablo de mí: pero quien más o quien menos, así o parecido.

Bien pensado, pudiera ser que el palabro no me guste tanto por cómo suena, como por las añoranzas que evoca. Y es que en el aspecto sentimental, los humanos andamos siempre un poco confusos. O no; vaya usted a saber.

Safe Creative #1012288149172


Tags: engualera, colino, matanza, cerdo, padrino, madrina, infancia

Publicado por Sayago @ 16:40
Comentarios (0)  | Enviar
Comentarios